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Blogroll

viernes, 4 de junio de 2010

De la importancia de hablar lenguas



Ya sabéis que tuve la suerte de vivir tres años en Roma (una época preciosa e inolvidable). Allí, claro está, aprendí el italiano como se aprenden las lenguas, con la gente y en la calle (resultado: en vez de italiano, aprendí es “romanaccio” ¿qué le vamos a hacer?). Tal vez porque desde pequeñito me acostumbré a que en las comidas familiares se compartía el valenciano y el español como una única lengua (es lo que tiene una familia bilingüe) siempre me ha gustado aprender idiomas. Y estoy convencido, además, de que hablar dos idiomas enseña a pensar de dos maneras... lo cual no viene nada mal en muchos casos.
Una noche de aquellos años en Roma, tarde ya, volvía a casa en uno de esos autobuses que atraviesan enloquecidos la noche romana. Frente a mí, viajaba una parejita joven, se intuía, en viaje romántico (incluso luna de miel). Hablaban francés y sin problemas ni interés pude comprender su conversación. Volvían a su  hotel (lo conocía porque está cerca de dónde yo vivía). Esperaban la parada de la calle cuyo nombre llevaban escrito en un papel, sin saber que en la misma “via” había cinco paradas más, iban a bajarse en la primera. Cuando me di cuenta del error que cometían, intenté hablar con ellos para decirles que no se bajasen aún.
Me miraron asustados -estos franceses deben ser muy asustadizos- y me di cuenta de que no entendían mi italiano. Lo intenté entonces con el inglés, que tampoco comprendían y que les hizo mirarme aún más asustados. Probé entonces a explicárselo en francés, pero me di de bruces con una incapacidad repentina de “parler français” (durante el tiempo de aprendizaje del italiano sufrí una merma grave en las lenguas que conocía antes, cosa que hasta aquel momento no había notado). Los dos gabachitos, asustadísimos, se levantaron sin quitarme ojo de encima, hicieron los equilibrios pertinentes en la frenada del autobús y se bajaron a toda prisa, mientras yo intentaba poner mi mejor cara y mezclando todas las lenguas que me venían a la cabeza les decía: “Attendez-vous! Just a moment, please! Mancano ancora cinque fermate!”...
Resultado de mi buena voluntad: la parejita no sólo se pegó la “pechá” de andar bajo el frío de la noche romana, sino que además se llevaron un susto tremendo. Y yo, pues me quedé con toda mi pena viendo cómo se quedaban pasmados en la parada, sin comprender qué había sucedido.
Aquella noche, en aquel autobús, aprendí que para todo es necesario hablar el idioma de los demás incluso para poder ayudarles. Algo que ya debería haber aprendido antes, porque hasta Dios, para hablar con nosotros aprendió nuestro idioma... y se hizo un hombre.



¡Cuántas veces es ese el problema de la Iglesia!
Nos pasa en discusiones teológicas de altura (de las que pocos llegan a oír hablar) y en proyectos pastorales (muy elaborados pero que a veces responden a preguntas que nadie se ha hecho).
Nos pasa con los compromisos sociales apoyados en esquemas caducos (aún recuerdo a un cura que pretendía recuperar la “conciencia de clase” en los jóvenes para evangelizarlos –y yo, que entonces era joven, ni siquiera sabía lo que era eso de “conciencia de clase”-).
Y nos pasa, sobre todo, cuando intentamos imitar otros idiomas, que no es lo mismo que hablarlos (no hay nada más ridículo que un cura de treinta queriendo hablar como si tuviese quince). Hace poco encontré un nuevo libro de catequesis que para explicar cómo son los jóvenes de hoy usaba la canción “Hoy no me puedo levantar” (¡de 1982!), que a mí me encanta y que seguramente los describe, pero que los chavales (los de hoy, no los de entonces) ya no conocen (sí, a mí también me parece triste).
Nos ocurre lo mismo que en aquel autobús. Nuestro mensaje es único, bueno y necesario para todas las personas, la voluntad del mensajero es inmejorable y su testimonio precioso, de eso no tengo dudas... pero nos falla el idioma. Y por eso la gente no nos comprende. Creo que hablamos demasiado y hablamos en nuestro propio idioma.
Los cristianos modernos hablan de estar atentos a “los nuevos areópagos” (aunque pocos saben ya qué es eso). Otros hablan de mantenernos críticos ante la sociedad (aunque es mejor encontrar algo por lo que pelear que algo contra lo que pelear). Y todos llevan razón. Sin embargo, no siempre sabemos dar respuestas a la gente, creo que no... y lo más grave es que ni siquiera sabemos formular preguntas, o al menos parece que no formulamos las preguntas adecuadas.
Admiro los esfuerzos de quienes en la Iglesia siguen fundamentando nuestra fe y mantienen el diálogo con la sociedad y la cultura. Reconozco y agradezco a quienes mantienen viva la actitud crítica ante los sistemas de valores -o contravalores- actuales, y ante este pensamiento débil en el que yo me he criado, ofrecen una alternativa. Yo creo que no sé formar parte de ese grupo, ni estoy a la altura para hacerlo.
A mí simplemente me gustaría saber hablar idiomas, saber hacerme comprender,  para saber explicarles a todos que aún quedan cinco paradas, que no se bajen todavía...